Buscando información en la web fui a parar a un foro, en el cual estaba este cuento corto.
RESPONSO
Grita
el
águila
taura
que
se
posa
en
sus
dedos
convocando
a los
hijos en
la cresta
del sueño
¡A llorar
como el
viento, con
las lágrimas
altas!
¡A cantar
como el
pueblo, por
milonga y
por llanto!
El
gordo triste
Letra:
Horacio Ferrer
Música: Astor
Piazzolla
El primer
-y único-
atisbo de
tormenta fue
aquel sonido
profundo, súbito
y prolongado,
que parecía
venir desde
las mismísimas
mansiones celestes
y se
escuchó hasta
en el
último rincón
de la
ciudad-puerto. Como
el acorde
octavado, en
Re Mayor,
de un
inmenso bandoneón
sideral... Nunca
un trueno
había adquirido
tal magnitud.
Los transeúntes
se detuvieron,
extrañados, volviendo
el rostro
hacia lo
alto. Las
ventanas de
cada casa
se abrieron,
mientras millares
de cabezas
se asomaban
buscando la
causa del
meteoro. Las
veredas, las
terrazas, los
parques se
llenaron de
mudas figuras
expectantes que
oteaban en
todas direcciones,
sin saber
exactamente qué
buscar.
Luego el
silencio... Entonces
comenzó a
llover.
Mas tarde,
alguien recordaría
que hasta
hacía un
instante el
cielo se
presentaba diáfano,
mientras que
ahora un
baldaquino gris
cubría la
ciudad. Otro
mencionó, extrañado,
que el
Servicio Meteorológico
había anunciado
buen tiempo
para toda
la semana.
Pero es
claro que
los pronosticadores
siempre se
equivocan.
No se
trataba de
una precipitación
torrencial, tampoco
una garúa,
sino de
una lluvia
mansa, tibia,
cayendo vertical
sobre todas
las cosas.
“Como lágrimas”,
bromeo alguno,
refiriéndose a
las gotas
gruesas y
pesadas. “Si
hasta tienen
cierto gusto
salado”,
le siguieron
la corriente.
Así transcurrió
el resto
del 19
de mayo
de 1975.
El día
siguiente amaneció
de la
misma forma...
y el
otro... y
el otro...
Lo realmente
extraño es
que tan
sólo llovía
sobre Buenos
Aires. De
tal suerte
que, mientras
en Pompeya
la gente
esquivaba charcos,
cruzando Puente
Alsina, en
Lanús, las
veredas estaban
secas; lo
mismo ocurría
en Núñez
respecto de
Vicente López,
apenas transpuesto
Puente Saavedra
y en
Liniers pasando
a Ciudadela.
A la
semana no
había programa
periodístico o
noticiero que
no dedicara
un bloque
a tratar
el tema.
Expertos y
charlatanes corrían
de radio
en radio
y de
canal en
canal, para
prestarse a
reportajes que
parecían calcados,
formulando las
teorías más
disparatadas o
repitiendo los
mismos lugares
comunes. Meteorólogos,
físicos ¡y
hasta astrólogos!
estaban a
la orden
del día,
para abastecer
a un
público ávido
de información
sobre el
misterioso fenómeno
climático.
La primera
plana de
los diarios
obró en
consecuencia, reflejando
la situación
en grandes
titulares con
letra catástrofe.
Aunque la
lluvia no
era copiosa,
su carácter
sostenido terminó
por exceder
la capacidad
de los
desagües pluviales
y los
barrios más
bajos comenzaron
a inundarse.
Algunas arterias
se transformaron
en ríos
y muchas
plazas en
lagos. Las
quejas vecinales
comenzaron a
multiplicarse y
con ellas
los trastornos
nerviosos, cardíacos
y digestivos
de muchos
políticos oficialistas,
que se
hacían cruces,
al evaluar
las consecuencias
desastrosas que
el mal
humor de
los votantes
les ocasionaría,
frente a
las inminentes
elecciones. Los
opositores, por
su parte,
se restregaban
las manos,
sonriendo satisfechos.
No faltó
quien, viendo
el filón,
comenzó a
alquilar botes
inflables -único
medio de
transporte para
una cantidad
creciente de
atribulados porteños-
obteniendo pingües
ganancias. La
ciudad estaba
convirtiéndose en
un caos
no exento
de pintoresquismo,
y de
la misma
forma en
que Rosario
es conocida
como “La
Chicago argentina”
o Córdoba
Capital es
llamada “La
Docta”,
a algún
gracioso, seguramente
un payuca,
se le
dio por
apodar a
Buenos Aires
“La Venecia
argentina”;
la ocurrencia
tuvo eco
en todo
el país
y aún
en el
exterior, para
fastidio de
buena parte
de los
porteños.
Los fabricantes
de paraguas,
impermeables y
botas de
goma hicieron
su agosto
y, con
ánimo codicioso,
solicitaron a
las autoridades
se prohibiera
la importación
de estos
elementos, para
proteger “la
industria nacional”.
Y continuaba
lloviendo.
Los habitantes
de Buenos
Aires cambiaron
dramáticamente sus
costumbres. Los
palermitanos que
deseaban disfrutar
de un
día de
sol debían
trasladarse, por
ejemplo, hasta
Olivos. Y
no faltó
quien, haciendo
un acto
de fe,
se instaló,
con su
caña de
pescar en
un totalmente
anegado Parque
Centenario.
Muchos románticos,
seguramente inspirados
en el
filme “Luna
de Avellaneda”,
cruzaron Puente
Pueyrredón, para
disfrutar de
una noche
estrellada junto
a sus
enamoradas. Inversamente,
los deprimidos
se negaban
a abandonar
una ciudad
que proporcionaba
insuperable marco
a su
tristeza.
La Ciencia
se declaró
incapaz de
resolver el
misterio y
la “noticia”
comenzó a
retroceder a
la segunda
página de
los periódicos,
luego a
la tercera,
y así
sucesivamente, hasta
desaparecer. Los
comunicadores sociales
dejaron de
hablar del
asunto. Todos
comenzaron a
tomar a
la lluvia
como un
dato más
de la
realidad, como
un “caso
no resuelto”.
El 27
de agosto
amaneció despejado,
durante la
madrugada se
había levantado
una fuerte
brisa, que
barrió hasta
el último
vestigio de
nube dando
paso a
un magnífico
sol invernal.
Había llovido
exactamente durante
cien días
y cien
noches.
Los porteños
salieron nuevamente
a las
veredas, las
terrazas y
los parques,
mirando a
lo alto,
enceguecidos por
la luz
solar. Alguien
comenzó a
vitorear al
astro rey,
el resto
lo imitó.
La gente
bailaba en
las calles.
Absolutos desconocidos
se abrazaban
y besaban
por doquier.
Los vendedores
de paraguas
cerraron sus
escaparates para
tomar unas
merecidas vacaciones.
El oficialismo,
rápido de
reflejos, proclamó
a diestra
y siniestra
que “sin
importar el
costo, pensando
en los
ciudadanos,
únicos
destinatarios
de sus
esfuerzos,
habían logrado
revertir la
situación,
reafirmando, de
esta manera,
el compromiso
asumido durante
la última
campaña
electoral, por
lo que
no dudaban
que el
pueblo les
ratificaría su
confianza en
el acto
cívico a
celebrarse el
mes entrante”.
Pero les
fue mal,
para octubre
casi todos
habían olvidado
lo sucedido
y votaron
al frente
cívico organizado
por un
exitoso actor
cómico.
Tan sólo
unos pocos,
que sabíamos
de qué
venía la
cosa, atesoramos,
en nuestros
corazones, el
momento mágico
en que
el cielo
lloró al
“Bandoneón Mayor
de Buenos
Aires”,
Aníbal Carmelo
Troilo, según
su libreta
de enrolamiento,
Pichuco, para
todos.
Pero
no lo
compartimos con
nadie, pues
quien que
no interpretara
lo sucedido
tampoco merecía
conocer la
verdad: que
hasta las
potestades superiores
hicieron duelo
por uno
de sus
hijos dilectos,
el Gordo
Triste, que
falleció precisamente
el 19
de mayo
de 1975.
AngelMario - Administrador del foro
: http://tangueros.mforos.com
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